No me gustan las corbatas. Quizá porque quien las viste tiene ese aspecto de hombre poderoso que, o tiende a tratarme mal o se trata mal a él mismo a fuerza de una prepotencia que lo convierte en víctima de su propia vida.
Las corbatas tienen, para mí, un aire de insolencia propio del que se sabe superior a los que no las llevamos. Jamás un hombre encorbatado ha supuesto un beneficio para mis cosas, jamás he tenido la sensación de que aportaría algo interesante ni que enseñaría actitudes que me sorprendieran.
Un hombre con corbata es un hombre condicionado que interpreta sus propios límites como el espacio del mundo de los otros, cosa que lo limita aún más.
Ha habido experiencias con corbatas que han supuesto, o una entrada a una dimensión incontrolable de soberbias no rectificadas, o una insolidaria manera de desprecio muy manipulado por el dinero, el poder, que en su naturaleza es efímero, o la displicencia.
No puedo negar que he vestido corbata, incluso esmoquin muy a mi pesar, pero tampoco niego que mis comportamientos se vieron modificados tan sólo con la sensación de ser un humano preso en esas circunstancias.
Pero lo más curioso es que cuando camino por las calles y me cruzo con endilgados hombres con corbata, me provocan una terrible sensación de desprotección y de miedo, de vulnerabilidad ante el mundo de los encorbatados, y, posteriormente, de paz y tranquilidad cuando desaparecen de mi vista.
Quizá sólo sea una patología que me ataca desde hace ya unos años, o quizá sea la propia conciencia del individuo fracasado, roto y expulsado del reino de la dignidad de los hombres con corbata. En cualquier caso, siempre es un ataque contra mi conciencia de ciudadano, pero ¿de qué ciudad? ¿qué conciencia? ¿cuál es la naturaleza de mi fracaso? ¿qué es eso de la dignidad?
No me gustan. Y por desgracia cada día que pasa veo cómo crecen sobre las aceras de mi mundo.
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