Premio al mejor guion en el 67 Festival de Cannes y nominada en los Óscar 2014 en la categoría de mejor película en habla no inglesa, la de Andréi Zvyagintsev, no es sólo una obra maestra del cine soviético en lo que a su factura técnica se refiere —que lo es—, sino sobre todo una valiente y necesaria denuncia contra la corrupción y la injusticia institucional, enquistadas como un tumor metastásico en la sociedad rusa.
El lento y delicado ir y venir de las mareas anegando la marisma, insuficiente para erosionar por fin esas barcazas desvencijadas a merced de las estaciones o la imponente y bellísima naturaleza muerta concretada a través del esqueleto blanco de una enorme yubarta varada en la arena, tornan sin que apenas transcienda la transición a la acción violenta del mar estampándose súbito contra los acantilados.
Y a través de esa metáfora que son las olas y sus orillas, transcurre plácida y rutinaria la vida de Kolya, en la pequeña aldea costera de Pribrezhny, para dar un giro dramático que acaece en forma de expropiación.
La frustración que miles de ciudadanos rusos y en definitiva de cualquier lugar del mundo sienten al enfrentarse a la verticalidad inexpugnable de esa pared que es el sistema judicial, sus atajos y subterfugios y el intrincado argot legal, que en el filme se muestra como una lengua semítica, indescifrable, más propia del juicio final que de los enjuiciados en cualquier acto procesal, sumada a la angustia que transmite una nómina de personajes hieráticos, incapaces de expresar los sentimientos salvo a través de sus pulsiones, impertérritos a pesar de hallarse todos ellos al borde del precipicio, transitando ya sin esperanza a sabiendas de que nada va a mejorar, al tiempo que ahogan en vodka su desilusión, nos inducen a una suerte de nostalgia de la que no se logra escapar.
Convencido de que la razón será suficiente para ganar, Kolya ve con impotencia cómo poco a poco sus problemas se van enmarañando cuando se enfrenta cara a cara a la corrupción y el abuso de las autoridades locales en sus múltiples capas, ya no con el beneplácito eclesiástico del pope, mediador necesario entre el Estado, Dios y el pueblo, sino con su complicidad interesada.
Resulta paradójico que el protagonista no se vea obligado a confrontar esa naturaleza que se nos muestra, no sólo como un barniz de fondo también como un personaje más en la trama: desafiante, abrupta, gélida, de elementos imprevisibles a orillas del mar de Barents… sino a las fuerzas metafísicas de un Estado indigno de ser llamado tal, el verdadero Leviatán. Ese ser monstruoso creado por Dios que aparece en el Antiguo Testamento, que los marinos confundían con ballenas emergentes del fondo que echaban sus naves a pique y al cual Kolya arrostra, a la manera del proceso kafkiano, cada vez con más ira conforme ve amenazado su hogar, su trabajo, la relación con su mujer, con su mejor amigo de juventud y con su hijo adolescente… como ese insecto que tratando de zafarse de la tela de la araña sucumbe a ella.
Son múltiples las referencias al cine de Andréi Tarkovski, de cuyas fuentes bebe, no tanto por la hábil utilización de la luz ártica, creando una atmósfera plúmbea que abarca la totalidad del metraje, como por el uso de la elipsis para dejar al capricho de nuestra imaginación los pasajes más escabrosos sin que lleguemos a ver una sola gota de sangre, pese a la violencia (también sexual) de lo que se intuye más allá del plano.
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