El auto del Tribunal Supremo que rechaza la petición de acusación para el secretario general del Partido Popular, Pablo Casado, es una nueva patada en los cojones a la credibilidad de la Justicia española, por cuanto no sólo admite que ha podido haber trato de favor al político conservador, sino que la decisión de los magistrados se produce, curiosamente, antes de que la jueza instructora, con el apoyo de la Audiencia Nacional, planteara la posibilidad de investigar al supuesto fabulador del máster. Algún experto podría explicarme, para que yo y otros legos en derecho entendamos, porqué la apelación llega antes que la primera sentencia.
No deja de ser curioso que quienes más ahínco ponen en desprestigiar a la justicia sean los propios jueces con ocurrencias judiciales que irritan a la sociedad, no tienen explicación en Derecho y, sobre todo, siempre ayudan a los ultraconservadores más poderosos de este territorio. Luego se quejan de que los magistrados europeos les propinen auténticas collejas jurídicas y revoquen la mayoría de las sentencias. No es de extrañar que sucedan esas cosas, pero sí que el jefe del cortijo en el Poder Judicial, Carlos Lesmes, ponga el grito en el cielo por los revolcones de la Unión Europea y abronque a sus colegas alemanes o belgas por sus decisiones garantistas.
Visto lo visto, no va a haber más remedio que la comisaria de Justicia de la Unión Europea, que es checa, ponga en marcha los mecanismos para aplicar el artículo 155 al Consejo General del Poder Judicial y en los máximos tribunales españoles podamos ver a jueces letones, búlgaros, lituanos y holandeses encargados de impartir justicia en nuestra piel de toro. Y a fe mía que lo harán como los ángeles porque ni tienen los prejuicios ideológicos del neofranquismo que nos invade ni aspiran a un puesto vitalicio en el Constitucional ni están abducidos por el sectarismo religioso que imbuye a los suyos esa lacra social de nuestra España que se llama Opus Dei.
Algo habrá que hacer, pero la Justicia española es demasiado importante para dejársela sólo a los jueces. Y una reforma en profundidad con métodos cartesianos que alumbren una transición desde el antiguo Tribunal de Orden Público a los juzgados propios de una democracia y que se vete la presencia de emboscados que sólo quieren impartir venganza en vez de justicia. Un sistema que propicie el acercamiento de los justiciables a la realidad del Código Penal y que los altos cargos de nuestras respetables togas sean elegidos por el conjunto de los españoles. Eso no será garantía de que los ciudadanos no puedan equivocarse al elegir a los que les meterán en la cárcel, pero no serán ni los colegas ni los partidos políticos los que designen a nuestras autoridades en la aplicación de la Ley. De errar, que sea el pueblo en su conjunto quien lo haga y no otros intereses.
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