Siempre me ha llamado la atención la estrecha relación entre la poesía y el suicidio. Sería interminable la lista de poetisas y poetas que han decidido poner fin a sus propias vidas. Desde Thomas Chatterton a Yukio Mishima pasando por Serguéi Yesenin, Hart Crane, Alfonsina Storni, Sylvia Plath, Paul Celan, Alejandra Pizarnik, Goytisolo o Virginia Woolf, por citar sólo a unos pocos. Y a pesar de que cada caso, obviamente, tiene distintos y poderosos matices siempre he pensado que el vínculo entre ambas cuestiones radica en el amor a la vida conectado a una extrema sensibilidad. En la imposibilidad de soportar la mezquindad del mundo de puro amor a la vida.
Las almas extremadamente sensibles no son capaces de pasar por la vida de puntillas. Necesitan impregnarse hasta el tuétano de ella, exprimirla hasta las últimas consecuencias desde la conciencia de la caducidad del tiempo y de que la infelicidad no es una forma de vida. Lo cual para el alma sensible resulta sencillamente insoportable. La vida es vivida o no es. Y el vehículo que empuja a un poeta a abandonar la vida es el mismo amor a la vida. La incapacidad de aceptarla como el lugar de sufrimiento y renuncia al que le conduce su propia sensibilidad.
El suicidio no es un tema que se pueda despachar con una frase inspirada. Como todo en la vida tiene miles de aristas. Sé que mi exposición choca frontalmente con el extendido epitafio de que alguien que ama la vida jamás se plantearía abandonarla. Cómo digo yo creo que, en muchos casos, es exactamente al revés. Sólo se puede desear terminar con la propia vida desde el extremado desengaño de un amor profundo e incorruptible hacia ella.
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