Juan Eduardo Cirlot compuso uno de esos tratados que marcan el desarrollo general de las ideas en su “Diccionario de símbolos”, haciendo un recorrido amplísimo por lo simbólico como motor de lo antropológico y por el símbolo como referencia indispensable de la comunicación a lo largo de la historia.
Los símbolos, lo simbólico, son exponentes necesarios para la expresión popular, así como elementos culturales que marcan las referencias éticas de cada uno de los momentos donde aparecen.
La iconografía que se desprende de ellos ha derribado culturas, conquistado pueblos, levantado en armas a civilizaciones más o menos consolidadas, fomentado crisis de fe o argumentándolas, etcétera. Podríamos decir que desde lo simbólico activamos una representación de nuestras naturalezas, le damos forma, la encuadramos. Pero hay símbolos que, debiendo representar, dividen y trasforman sus referencias, las alteran para perderlas o minimizarlas.
La representación de la derecha en España es uno de esos motores de modificación simbólica. La bandera, el himno, la conducta que debe colgar de su significado por parte de los españoles ha tornado, irremediablemente, hacia la parte interesada en lo simbólico como reducción del símbolo. Su amplitud, los valores, la fuerza antropológica de lo que trata de decir, quedan adscritos sólo a movimientos que representan la división, aun contando como la fuerza de la masa social en su conjunto.
Quien divide la amplitud del símbolo lo hace porque no quiere que la parte contraria se apropie de lo que piensa que debe representar, en un reduccionismo de parte que destroza lo representado. La bandera, por ejemplo, así tomada, reduce su capacidad.
Las manifestaciones en contra de la futura ley de amnistía, la bronca en las calles, el insulto alterado por el odio, se están envolviendo con banderas, proclamando al ritmo de los himnos, acrecentando al lado de la utilización del concepto de democracia.
Los valores que se intuyen en las manifestaciones, ese compromiso con la exclusión de los que piensan diferente, la violencia derivada, están acariciados por los símbolos que también deberían representar a los odiados, a los excluidos, a los violentados por los gritos y las proclamas de los que los sostienen en alto, también a los demócratas de izquierda. La bandera y los símbolos de los que se dota un país, abrazan a todos sus ciudadanos.
Estamos consiguiendo dotar a los símbolos que nos amparan de la cruel sintonía con la que tratan de dividir, incrementando su valor de división en lo simbólico, utilizándolos para exacerbar y delimitar el espacio de representación frente a los otros.
La bandera no puede y no debe servir para airear el odio de una parte de la sociedad que representa, no puede excluir para incriminar, no debe enarbolarse para separar a sus representados. No debe dictar rencor cuando se utiliza.
La derecha y la ultraderecha española, siquiera por esta actitud con lo simbólico, está fomentando un desesperanzado pulso contra las democracias.
La trascendencia de estas acciones nos hace recordar la fuerza de lo simbólico, nos pone delante de los ojos una sociedad animalizada, una incomprensible forma de convivencia, la confusión de un país que saca la lanza de sus símbolos para herir al que también está representado por ellos.
Miremos a las manos de los que enarbolan banderas para percibir las gotas de sangre en sus agarres. Ellos son el elemento esencial de la instauración de sociedades para el terror, para el dolor, para la ira. Y obremos en consecuencia.
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