Como era de prever, mi particular simposio sobre el integrismo religioso en la sociedad occidental del siglo XXI no acabó con el visionado de la miniserie “Unorthodox”. Tampoco concluirá con “Kalifat”; eso sí, en adelante trataré de ser más concisa y sobre todo, más breve.
Tal vez se pueda desprender que me arrogo una especie de superioridad moral por el simple hecho de no creer en nada que no se fundamente en las leyes naturales. Soy socarrona, me hago cargo, pero en absoluto es mi intención poner en solfa las capacidades cognitivas de los creyentes; sino en la carencia de escrúpulos de los prescriptores de fe religiosa.
De hecho, trato de interpretar la idiosincrasia de los creyentes libre de prejuicios, evitando en la medida de lo posible todo sesgo; entender sobre todo, ya no a quienes nacen en el seno de una comunidad religiosa determinada, sino a quienes se suman a esta de manera libre y voluntaria en algún momento de su vida adulta.
Acto harto complejo este de pretender la observación cenital desde un plano frontal, pues yo misma en mis tiernos años de infancia fui cristiana y practiqué el cristianismo con fervor hasta que, iluminada por evidencias personales que no vienen al caso, abjuré.
No obstante, creyente o no, es inevitable juzgar cualquier fenómeno social, ético, político, cultural o religioso sin caer en la falacia del etnocentrismo. Es imposible ver el total de lo de fuera cuando se está mirando desde dentro. Y cuanto más sé, más similitudes hallo en sus costuras, en las secciones similares de sus soporíferas narrativas, de preceptos asimétricos, donde los hombres, siempre los hombres, ejercen un papel preponderante frente a una mujer invisibilizada, cuando no señalada y castigada como efigie recurrente del pecado en la tierra.
Corrientes más o menos estrictas, de mayor o menor pureza, misántropas todas ellas que existen para castigar al ser humano por el hecho de serlo, para acusarlo de ejercer libremente la expresión de su propia condición, declarada a juicio de los dioses y sus ministros terrenales, sospechosa y finalmente, culpable. Relatos que hablan de amor y al mismo tiempo castigan toda práctica dispuesta al placer; que hablan de perdón y lo predican a través del rencor, ejerciendo además la violencia en sus múltiples variantes, obsesionados de manera enfermiza con la sexualidad y las pulsiones inherentes a nuestra naturaleza animal.
Sí, claro que todas ellas han sido construidas en base a unos principios elementales, de los que por cierto parecen haberse apropiado; aunque todos sabemos que cualquier sujeto civilizado y por extensión cualquier sociedad civilizada que se precie de serlo, religiosa o laica, exhorta a sus individuos a que estos se produzcan de acuerdo a una serie de conductas éticas universales no escritas, vamos, que no hay que ser budista para saber que no se debe asesinar, violar, robar ni mentir.
Los protagonistas de “Kalifat”, la serie sueca de Netflix dirigida por Wilhelm Behrman, han encontrado, han perdido o están buscando a Dios. De una dureza sin parangón, no hablamos de la endogamia, el hermetismo social, el aislamiento cultural o la violencia machista que, por ejemplo, subyace en “Unorthodox”, inspirada en el libro autobiográfico de Deborah Feldman, aquí nos enfrentamos sin eufemismos directamente al terrorismo. Aquí hablamos de odio. De personas cuyo máximo anhelo es morir matando como mártires que habrán de acceder por la vía directa a la Yanna. Y entonces te cuestionas si al abrir la puerta a la fe, si al encontrar a Dios, llámese este Yavé, Alá, Jesús, Shiva, Visnú, Krisna, Rama, Buda u Odín, e intentar desentrañar el sentido de la vida, el origen de todas las cosas y la medida del Universo, no le estaremos abriendo la puerta al fanatismo y a la sinrazón.
Para concluir, qué mal debió de montárselo Nicolás Copérnico en tanto ni es venerado, ni seguido, ni celebrado; en tanto nadie se ha adherido jamás a su palabra ni arrodillado ante el milagro que supuso su descubrimiento para la humanidad y el fin del terraplanismo.
Para que pese a la enorme contribución objetiva, mensurable, del polímata a la astronomía y por extensión a la gnoseología universal, la mayor condecoración que se le haya consagrado sea bautizar con su apellido a un cráter lunar de apenas 93 kilómetros de diámetro, situado al norte del Mare Insularum.
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