La mágica factoría de la política de cartón piedra

24 de septiembre de 2023
Rajoy, Feijóo y Aznar en la manifestación del PP en Madrid contra la amnistía. Fotografía: Susana Vera.

Hoy unos españoles se reunirán para decir que hay otros españoles que quieren romper España. Y resulta curioso observar, cómo los humanos —tengamos la edad que fuere—, seguimos creyendo en fantasías como las que nos epataron en la edad temprana: en la inocencia que se le atribuye a la infancia. Y es que, en el fondo de nuestro ser, deseamos seguir creyendo en la magia.

En nuestros días, los políticos encarnan los cuerpos y las caras de los magos de antaño. Tras de sí, y siempre ambulantes con sus bártulos y todos sus avíos, cada uno de estos titiriteros de la escena política, dispone de una complicada maquinaria de asesoramiento en la que nada falta. Gente que elabora las pantomimas; que decide qué ropa debe llevar en cada acto —moviendo un armario que ni la Piquer en sus mejores tiempos—; los gestos que han de realizarse; y en su caso, cuáles han de iterar: la sonrisa o la hierática seriedad, la fijeza en la mirada o el deambular de la misma por la plaza como si buscaran a un dios volandero con el que se comunican. En fin… aunque parezca mentira, para nuestra desgracia, esto es lo que importa y lo demás es “agua de borrajas”.

Es raro, extrañísimo diría yo, que el mensaje que han de contarnos contenga un atisbo de verdad, de ajuste con la realidad, más allá de los intereses de quienes hablan y de la troupe que acompaña y que viene a cumplir funciones de ángel de la guarda, para que el reino del tal continúe avanzando por la senda elaborada por no sabemos quiénes, porque eso en realidad poco importa. Lo que transciende no es el contenido, decía, sino la forma en que lo diga el líder, los gestos que acompañen a la disertación, el maquillaje, la postura, la mirada directa al ojo de la pantalla, que, aunque muchos así no lo crean, son nuestros propios ojos y también los oídos y nuestro cerebro y nuestra “esencia”, dado que nos van entrando en las entendederas de forma tal, que la mayor de las veces no tenemos escapatoria y salimos de tales rebufos repitiendo como un loro adiestrado los mensajes recibidos. Tal que los niños, decíamos al principio.

Y no crean que este trabajo que realizan los próceres de la política, de los medios de información, de la banca, de las plataformas patronales y sindicales en su caso, de los grupos de presión, de los conglomerados fácticos, de los opinadores en cada sector estratégico, de las oenegés incluso, cuando tocan, de todo quisqui que ha de vender un producto… es fácil. Ni mucho menos.

Esto requiere muchas horas de entrenamiento, de estudio, de formación, de cursos de especialización abonados por no sabemos quiénes o por el fisco directamente, es decir, con el dinero del contribuyente, ese que es de todos, de usted y mío, sí, y que ahora que escribo esta estupidez, esta sandez, en el aura de una mañana de domingo, estas cosas que no sé si alguien leerá, y en todo caso poco importa, porque no irá escoltada de la farándula, de la parafernalia y del tablado que acompañan a los grandes discursos de los que estamos disertando. Porque, claro, los próceres de los que hablamos, de tanto mentir, aprenden a hacerlo de forma compulsiva y hasta convincente. Pero, qué vamos a hacer, es comprensivo que así sea. Pongámonos en su lugar. Intenten por un momento sentir el vértigo de sus días, ora aquí, ora allá; esas maletas siempre rodando; esos papeles que han de leer y memorizar en lo posible justo antes de cada intervención, escritos por unos otros colegas según la materia; que han de amoldarse a sus formas de pronunciar y de brillar ante el público, esas cámaras y esos micrófonos apiñados alrededor de su cara, pónganse en su lugar decía, y luego mediten si realmente tenemos derecho a exigirle nada a estas “esforzadas” personas, que viven de un sueldo a veces nada acorde con la labor que desempeñan dado que están ahí por amor al arte, o en todo caso, dicen que para el servicio público, algo que les nació en los adentros en un momento de sus vidas y se montaron en el carro, y ahora no hay quien los baje como no sea a empujones de las urnas o con maquiavélicas formas, como las que veremos hoy en la escenografía de la Plaza de Felipe II en Madrid.

Aguantarán mientras puedan e intentarán conservar el “imperium”, aunque fuere vendiendo sus almas al diablo y renegando de quienes otrora fueron los dioses que les ampararon si se diera el caso. No es fácil, no crean. En fin… siempre les quedará que alguien les escriba un libro el día de mañana o una decena si hace falta, y los vendan por millones que para eso pusieron la cara ante la opinión pública, y leyeron o recitaron adecuadamente los textos que les dieron. Mientras tanto, a nosotros —no sé a usted, pero al menos a mí—, se nos queda la misma cara de ciudadano estafado de siempre, esa que se transmite de una generación a otra desde el comienzo de los tiempos… desde que decidimos reunirnos en hordas para mejor defendernos ante los otros. En fin… que les sea leve. Hoy toca teatro.

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