La luz es un bien de primera necesidad. Como el agua, el pan o la leche. Y hay que hacer que sea accesible y asequible para todos, independientemente de los recursos que ingresen o de las necesidades energéticas que planteen para su supervivencia. Por eso, al igual que no debería haber niños sin escolarizar ni nadie que se muera de hambre en el mundo, ninguna persona tampoco debería sufrir los inconvenientes del frío y la oscuridad.
La polémica suscitada por la subida de los precios de la luz durante los días más fríos del año y en plena tormenta de nieve y lluvias es consecuencia de la libertad del mercado y de permitir al albur de la competencia las consecuencias de la ley de la oferta y la demanda en un asunto de vital importancia para la salud y, sobre todo, sin ningún tipo de instrumento corrector que impida que el pico de la carestía eléctrica se produzca cuanto más necesario es su servicio.
En un país en el que el recibo de la factura eléctrica es tan complejo que no hay dios que lo pueda entender y donde se paga más por impuestos que por consumo, como consecuencia de una serie de mecanismos propios de una economía capitalista donde quien más frío pasa, más paga, este incremento de los costes energéticos es una prueba más de la obscenidad de quienes juegan con la vida de los demás a base de chantajes y presiones.
Ya no se trata de si se puede subir o bajar el IVA de la factura, que es peccata minuta porque el impuesto sobre el valor añadido afecta a todas las personas por igual, independientemente de sus recursos económicos. Es que la electricidad se ha convertido en un atraco a mano armada, donde algunas zonas populosas se quedan sin poder acceder al servicio por razones inmorales. En la Cañada Real de Madrid un hombre de 72 años se ha muerto literalmente de frío por no poder disponer de calefacción, aunque lo pretendía. Su familia ha presentado una querella y la posterior evolución de la demanda nos marcará el camino de lo que puede ser un delito de omisión de socorro y además un homicidio premeditado.
La luz es un servicio estratégico en cualquier país y una necesidad primordial para el funcionamiento de la mayoría de las actividades. Y toda nación que se precie debe tener el control principal sobre el funcionamiento eléctrico, porque de lo contrario no puede ser una nación libre. Y para ello, es preciso que el servicio eléctrico sea de mayoría accionaria estatal, cuando no enteramente público.
Cuando la izquierda real ha planteado esta cuestión de Perogrullo, los poderes económicos han respondido con banalidades, falacias o simplemente mentiras. Y no hace falta nacionalizar nada, sino crear una compañía que permita que los más desfavorecidos puedan acceder a la luz y la mayoría de los ciudadanos disfrutar de ella a precios más que razonables.
Y mienten como bellacos los que recurren a las órdenes de Bruselas y de la Unión Europea para impedir que esa posibilidad llegue a buen puerto. Nadie prohíbe que España tenga una empresa pública de electricidad. En ninguna directiva comunitaria figura tal estupidez. Sólo los que se lucran con los males ajenos y juegan a inventarse fórmulas como el déficit tarifario o mamandurrias por el estilo apelan a una irrealidad legislativa.
Por el momento, las exigencias de una empresa pública de electricidad no han tenido la respuesta adecuada en la parte de un Gobierno progresista que se jacta de no dejar a nadie atrás. Pero hay que perseverar en esta idea. Repetirla mil veces hasta la saciedad para que sea posible. Y tú y yo y el otro la lleguemos a ver, como pronosticaba José Antonio Labordeta sobre la libertad. Y reiterando la justicia de que la luz es un bien de primera necesidad podemos poco a poco acabar con el oligopolio de la mentira al que algunos de los poderosos están enchufados. Nunca mejor dicho.
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