Hace ya un tiempo que la mentira se viene utilizando como argumento; se instala en el discurso para afianzar juicios que ponen de manifiesto una capacidad que no se tiene, una razón que carece de verdad o una personalidad construida desde la necesidad de engañar para dotarla de verosimilitud.
Las sociedades actuales sientan las bases sobre cimientos falsos desde los que erigir el edificio del discurso, desde los que poner de manifiesto un arma de guerra o desde los que exaltar al que, sin estar avisado, consume el embuste como acción necesaria para generar, al mismo tiempo, sus propios recursos de denuncia.
Las estructuras de mando, los gobiernos, las opiniones surgidas de la contestación al otro, todo tiene en la mentira un baluarte, un punto de apoyo, ahora más que nunca, necesario para mover a la opinión pública, para agitarla y hacerla de naturaleza violenta. Porque el que construye una mentira trata de activar un comportamiento a favor, un músculo que se fortalece, un grito que no se apaga. Las verdades, en cambio, no tienen la misma aceptación social, no están provistas de los materiales contestatarios de esta sociedad en la que ahora vivimos, no gozan de la misma recepción. Podríamos decir que las verdades no tienen verdad que las sostenga.
Pareciera, entonces, que el mentiroso es el gran comunicador y que lo que dice tiene infinitamente más fuerza que el juicio de aquel que reivindica la veracidad. Y a los hechos, me remito.
Todo está preparado para la mentira porque construye comportamientos que se dotan de argumentos falsos y que, por tanto, son la gasolina de las revoluciones actuales. Esta larga reflexión que hoy escribo nace del visionado de la película “Marco, la verdad inventada”, dirigida por Aitor Arregi y Jon Garaño y protagonizada por un magnífico Eduard Fernández, que narra la historia última de la vida de Enric Marco, un falso deportado a los campos de concentración, sindicalista y presidente de la Amical de Mauthausen y otros campos y de todas las víctimas del nazismo de España.
El filme centra la psicología de un personaje que construye una máscara para fomentar un afán de protagonismo que lo lleva a ser el centro de la lucha y la voz de la reivindicación, con una personalidad que es capaz de saltar sobre la realidad de sus compañeros para instalarse en su ficción proteica, sin tener documentos que justifiquen su naturaleza de deportado.
Enric se inventa a sí mismo para juzgar a los demás en su mentira; se autoproclama desde la máscara para fortalecer una invención que le empuja a ser respetado, a ser un comunicador de la barbarie, a acercarse a los jóvenes con charlas en las que narra las vicisitudes de la vida en un campo de reclusión sin tener ningún conocimiento al respecto, y construyendo el gran edificio de su discurso para conseguir nada más que valoración social y protagonismo en la sociedad de principios del siglo XXI. Un modelo de individuo patologizado dentro de los ritmos del mundo del espectáculo.
Escribo esto porque quedó en mí la sensación de que estamos rodeados de Enrics, de que ahora la acción y la reacción del poder vienen representadas por una defensa de la ficción, una ficción creada para acabar con cualquier certeza que pudiera dar la razón al otro. Se podría decir, adaptando la frase cartesiana, “Miento, luego existo”.
El fraude de Enric Marco es la raíz de una novela, un producto de anticipación a la realidad que obedece a la necesidad de empatizar con un personaje grotesco, adueñado de una magnitud humana deshonesta y empeñado en apartar de su lado a todo aquel que pudiera, no sólo hacerle sombra, sino también descubrirlo. Un argumento que también sirve a Emmanuel Carrère para escribir su excelente libro “El adversario”.
En definitiva, una compleja superestructura social que amplifica los resortes de la mentira para consolidarse, un placebo que evidencia la necesidad de recibir información falsa que refuerce nuestros propios juicios de la misma naturaleza. Una dimensión que olvida la moral para establecerse en la amoralidad.
Enric Marco no fue más que uno de tantos que utilizó una falacia para aprovechar el ritmo de comunicación en los primeros años del siglo en el que vivimos, pero también una pieza clave para empezar a comprender la naturaleza de un ser humano, reflejo de la propia humanidad, que, aun en la mentira, logra sobrevivir a quienes intentan descubrir el cuento.
La pregunta sería: ¿Podemos entender un mundo que se mueva desde esa naturaleza? O mejor aún, ¿no estaremos levantando un mundo que se adapta como un guante al que sabe mentir? Si la respuesta es favorable, una falsa sociedad será inminente. Pero, tal vez, si la respuesta es negativa, nos estaremos engañando a nosotros mismos.
«Sólo es legible el libro de lo incierto», decía Antonio Gamoneda. Hemos acostumbrado la vista a transitar entre lo falso, me digo.
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