En la Escuela Infantil Ayalgas, en el concejo asturiano de Aller, un niño de dos años lloraba mucho. Su hermano acababa de nacer y extrañaba estar en casa, con su familia. La respuesta de su profesora fue encerrarlo en el baño, que estaba separado del aula por una cristalera, de forma que sus compañeros lo vieran ahí, solo, encerrado, llorando. Un castigo y una humillación por algo tan natural como que un niño de dos años llore.
Para mi sorpresa hay quienes aplauden a la profesora; quienes dicen que así se educa y que esta es la manera de evitar niños consentidos y adolescentes dictadores.
Y no, no lo es. Yo he sufrido profesores violentos y sé que no son el antídoto a nada (de hecho, suelen ser los mejores amigos de los matones del patio y los enchufados déspotas). La solución a la mala educación es la firmeza desde el razonamiento y la empatía, nunca la violencia. Un profesor implacable nunca es buen profesor, igual que un padre brusco no es buen padre ni una pareja agresiva es buena pareja.
Pero sigue existiendo esa idea de que la solución a los problemas educativos de hoy es la mano dura y el castigo cruel. Y no. Si queremos un mundo donde primen la empatía, la comprensión y el respeto hay que educar con empatía, comprensión y respeto. Porque los niños no son personas a medias: se están formando y desarrollando con la misma dignidad que un adulto. Con capacidad, aunque todavía en progresión, para reflexionar y entender. Y si les enseñamos la violencia y la humillación crecerán entonces normalizando tales atrocidades.
La paciencia, la comprensión, la firmeza empática: eso es educación. El castigo, el golpe, la ridiculización no son soluciones. Son la semilla de mayores problemas.
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