Hay personas y colectivos que piensan que las instituciones son de su propiedad, y cuando alguien les enfrenta al espejo de la realidad y les demuestra que, en una democracia, las instituciones son de todos los ciudadanos, amenazan con romper la baraja y apelan a cualquier fútil argumento para evitar que les retiren sus privilegios y que las responsabilidades se extiendan a todo el mundo.
Este puede ser perfectamente el caso de México, donde el Gobierno progresista de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) aprobó legítima y legalmente una ley que atribuye a los ciudadanos, a través de las urnas, la designación de los jueces. Las reacciones fueron muy explosivas, algunas desmesuradas y otras con un afán sinuoso que da a entender que no se puede poner en manos del pueblo la elección de quienes lo van a juzgar.
Es sorprendente que quienes apoyan que la justicia se acerque a los justiciables pongan el grito en el cielo cuando son esos mismos justiciables los que, en realidad, deben acercarse a la justicia. Si este poder no tiene un contrapoder, lo cual es un sinsentido en una sociedad democrática, es lógico que surja uno. Y si es cierto que la justicia emana del pueblo, lo normal es que sea el pueblo quien, con su voto, imparta justicia, lo cual no quiere decir que no deba basarse en la legalidad y en el cumplimiento de normativas y códigos.
Esta decisión del expresidente AMLO, tomada poco antes de abandonar su cargo para evitar sospechas, ha tenido una repercusión notable, tanto positiva como negativa, en la sociedad mexicana. Precisamente, los integrantes del poder judicial fueron quienes más reparos pusieron sobre la mesa sin lograr deslegitimar el axioma de que la justicia emana del pueblo.
No deja de ser curioso que, además de los jueces mexicanos, cuya inclinación conservadora es respetable, aunque poco razonable para quienes deben ser neutrales vestidos con toga, haya sido en España donde más recelos ha levantado esta reforma jurídica de López Obrador. Y es que, contrariamente a que sean los españoles los que digan quiénes deben ser los jueces de los órganos más altos, quieren ser ellos mismos quienes se lo guisen y se lo coman, con la solidaridad extrema de los conservadores del arco parlamentario. Porque, como ocurre en México, la mayoría de nuestros togados pertenece a la comunión reaccionaria.
Ya veremos cómo se desarrolla la elección de jueces por parte de los ciudadanos en México. Hasta ahora, se han aprobado y promulgado la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales y la Ley General del Sistema de Medios de Impugnación en Materia Electoral, que ya son normas a cumplir. Por el momento, hay que esperar a que se lleven a cabo los plebiscitos el 1 de junio de 2025 y a ver cómo incidirá el cumplimiento de esta modificación de ley en el mundo judicial mexicano, lo que requerirá cierto tiempo.
Al menos, ya hay un país que ha puesto en marcha una iniciativa para democratizar el poder judicial y dotar de contrapoderes a un colectivo que debe rendir cuentas a la sociedad de manera evidente. Y servidor espera, como alguna vez he escrito, que España implemente esta misma legislación, que es la fórmula perfecta para acabar con la ideología de los jueces, la judicialización de la política y alguna que otra prevaricación que, a los legos, nos parece de libro, pero que a los compañeros de los magistrados les suena a independencia judicial.
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