La peor blasfemia es contra la dignidad

29 de mayo de 2018
El rey Felipe VI junto al presidente del Gobierno español Mariano Rajoy. Fotografía de archivo.
El rey Felipe VI junto al presidente del Gobierno español Mariano Rajoy. Fotografía de archivo.

Este es un país donde los intolerantes vomitan sin castigo disparates desde sus blindados púlpitos. Donde los hipócritas que los apoyan se rasgan las vestiduras por blasfemias contra su improbable Dios, pero que, en cambio, apoyan cínicamente una monarquía impuesta por un asesino dictador que, entre otros agravios, vende armamento a medio mundo para que no paren ni las guerras ni las matanzas de inocentes.

Donde la injusticia social va en aumento. Donde la brecha salarial de género sigue sin solucionarse. Donde más políticos corruptos hay. Donde ser patriota es sinónimo de evasor fiscal. Donde el Estado aconfesional brilla por su ausencia. Donde la mayoría de los ancianos y jubilados viven en severa indigencia, pasando hambre, frío y enfermedades, y cuando salen a las calles el ministro de turno dice: ¡Que se jodan!

Donde más de trece millones de personas (familias, ancianos, niños, parados de larga duración…) sufren una pobreza extrema. Donde la Iglesia no paga un céntimo de IBI, cobra todos sus actos, espectáculos, las visitas a templos, y aún pasan el cepillo… Y para disimular, con toda su beatífica y dura faz, reparten caridad. ¡Con el dinero de otros!, pues sólo pagan un puto 2%.

Donde toda esa miseria económica patriotera se enmascara con vergonzantes y desvergonzadas tómbolas caritativas. Donde la legítima protesta y reivindicación del pueblo soberano se penaliza. Donde la cultura se grava más que la prostitución, y se escamotea tanto como los recursos de primera necesidad. Donde se recorta en educación pública, pero, en cambio, se subvenciona la privada.

Donde se recorta en sanidad, pero se da nuestra pasta a los bancos. Donde quienes privatizan nuestro patrimonio, que pasa a manos de multinacionales, encuentran en ellas lucrativos puestos. Donde, en consecuencia, el escándalo en Ezpañistán no es todo lo anterior, sino que alguien, legítimamente indignado, diga sencilla y llanamente: “¿De qué democracia de mierda me habláis? ¡Cagondiós!

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