Cada 24 de diciembre el mundo conmemora el nacimiento de un niño tan pobre que sus progenitores no encontraron más que un mísero refugio para alumbrarlo. Sucedió hace más de dos mil años, y no ha servido para evitar que siga repitiéndose, más bien al contrario, para celebrarlo a lo grande, con excesos de todo tipo que nada tienen que ver con la humildad, la compasión ni la hospitalidad.
Dos mil años de adoctrinamiento, represión, dogmatismo, mercantilismo, imposición, procesión y negocio comecerebros, y seguimos de mal en peor. Quien dice fe, dice manipulación.
No obstante, que la felicidad que de todo corazón deseo os acompañe siempre no sea menor estos días en los que, según parece, es más obligado tenerla. Pero que en especial, alcance a quienes más la necesitan, la transmiten, y sobre todo a quienes —por ofrecer generosamente amor, calor y refugio— más la merecen.
Hoy, recuerdo con nostalgia que cuando éramos niños la Navidad era como un segundo verano. Sin escuela, ni deberes, volvíamos a ser los reyes de nuestro destino. Los protagonistas de unos días en que las responsabilidades eran únicamente las de ser absolutamente felices. ¡Que no cese el amor!
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