El debate de investidura y todas las máscaras

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Pedro Sánchez, el primer día del debate de investidura. Fotografía: Juan Carlos Hidalgo.

Desde personajes de ficción como Jay Gatsby o Tom Ripley, la literatura universal está trufada de máscaras. Su característica principal es la de ofrecer a un individuo asentado en la perspectiva de la ocultación, mostrando sólo aquello que pueda gustar, ser agradable a la vista o concordar con la idea de quien lo observa. La máscara oculta, pero también ofrece una personalidad definida.

La primera sesión de investidura de Pedro Sánchez, alejada de cualquier recoveco literario, sí ha tenido un componente de ocultación detrás del aspecto del enmascarado, porque la derecha de Alberto Núñez Feijóo esconde más que exhibe, oculta más que ilumina y justifica más que fomenta.

El discurso de oposición del líder del PP, algo que viene desarrollando como un compromiso de partido, arremete contra todo y contra todos en una suerte de atribulado niño peleón enfadado ante la imposibilidad de jugar a la pelota, aislado por mal jugador, desubicado debido a su carácter negligente. Pero esa actitud, generalmente respetada y consentida por los suyos, ha revelado su capacidad de enmascarado. Porque se observa en Núñez Feijóo un esfuerzo de malabarista para sostener un juicio moderado, una crítica feroz y un pulso con la tropa a la que representa, todo en uno, sin desdén y con rotundidad de alumno distinguido. Y, en esa tesitura, el discurso nace de la máscara y se amplifica en la máscara.

Alberto Núñez Feijóo volvió una y otra vez sobre lo mismo: la necesidad de derrotar a la izquierda para preservar la salud democrática del país, su capacidad para gobernar sí y sólo sí él hubiera aceptado los votos de Junts, y su odio al “sanchismo” y cuanto este representa. Tres pilares en un discurso con características de perdedor y aludiendo a la necesidad de encaminar a España hacia una salvación real ante la destrucción efectiva de su adversario político. Un discurso cómodo para él.

Pero los enmascarados dicen más por el aspecto de sus máscaras que por el de sus discursos. La bancada popular asiente las líneas de Núñez Feijóo pero también estructura una vis de desaprobación ante el contexto general que está marcando su presidente. Cuca Gamarra diseña una sonrisa hueca y con frialdad monástica, Esteban González Pons advierte de su desinterés y prepara su futuro, el resto, abuchea o insulta cuando toca y también cuando no. Y Santiago Abascal amenaza.

En los altos del Congreso de los Diputados, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, marca el ritmo de su protesta con el ceño fruncido, incluso cuando el líder popular sale en su defensa lleva el gesto de la desaprobación como si su forma de entender la situación del Partido Popular no tuviera mucho que ver con la de su jefe y suelta un solemne “hijo de puta” ante una crítica de Sánchez. Quizá sea esto lo importante.

Pedro Sánchez lo sabe, y sabe de qué manera articular su discurso para, de un lado, seguir apostando por un gobierno progresista con espacio para los nacionalismos, y, de otro, ver la desesperación con la que las derechas exhiben su derrota. Lo tenía fácil en la medida en que el niño enrabietado de Núñez Feijóo acrecentaba su sentimiento de enojo.

La intervención de Pedro Sánchez partía con ventaja. Los pactos están cerrados y el ruido de la calle está desacreditando políticamente a quienes lo propician, sus socios de gobierno han diseñado un futuro que, en la base, apuesta por la paz social y la calma, por consensos que aúnan en sus distintas apreciaciones de la unificación, pero con la fuerza de los 179 escaños para una mayoría parlamentaria. Su máscara era la del que se presenta para triunfar. Una máscara feliz en la gran fiesta de la democracia, una máscara de dignidad consciente de su capacidad de dominación, la máscara del héroe.

La literatura ha perfilado en muchas ocasiones a personajes que se ocultan como enmascarados para conquistar la mirada del otro, la de la sociedad en su conjunto, el mundo que los rodea.

Pero, cuidado. Ni la sesión de investidura de ayer miércoles, ni la de hoy jueves, ni el futuro gobierno que nazca de la votación posterior, ni el trabajo de oposición durante la próxima legislatura, pueden ocultarse mucho tiempo dentro de la máscara que se exhibe en esa batalla dialéctica, en el baile posterior a todas las fiestas, en la vida real.

Porque sabemos que no se puede hacer política protegido por una máscara, de la misma manera que Gatsby o Ripley, los personajes de ficción de Scott Fitzgerald y de Patricia Highsmith, llegaron a ser, una vez desenmascarados, una falsa entelequia que sostenía una ficción dentro de la ficción, las fantasías de un don nadie.

Y, ahora, pónganse a trabajar para hacer de este país el territorio de la cara descubierta, sabiendo que mirar a los ojos de la gente es la prueba definitiva para fortalecer la idea de la buena política, del buen gestor, del mejor gobierno.

Afortunadamente, este país ha forjado, por encima de los grupos que dominan la violencia, a ciudadanos críticos. No sería bueno defraudarlos.

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