
Como es lógico, a lo largo de la Historia, no sólo en la del arte, sino también en la de la tecnología, muchos de los avances fueron destinados al goce sexual.
Así ocurre ahora con los primeros robots de apariencia más humana y realista; son los diseñados para esa primaria y primordial función. Y, de hecho, ya hacen de las suyas en los primeros ciber-puticlubs.
Pues bien, el cine en sus comienzos también concibió prontamente el género pornográfico: en principio y dado su alto coste, para exclusivo y privado disfrute de las clases más respetables, virtuosas y pudientes, que lo proyectaban a golpe de manivela (aplíquese el doble sentido), vaya uno a saber en qué orgiásticas bacanales, que ni las más disparatadas aberraciones superarían.
Y, dada la pudibunda condición de nuestro católico, fervoroso, procesional y reprimido país, la pornografía cinematográfica aquí tenía un más que abonado campo de cultivo. Y es así introducida merced a la decadente monarquía —siempre dando buen ejemplo de aperturismo y vanguardia—, encarnada en un Alfonso XIII tan vividor, expoliador y pichabrava como quien, décadas después, le sucedería en un trono, que tampoco merecerá, ni aún dignificará.
Pero esa es ya otra historia. Y, ya puestos, no fuera disparatado suponer que ya haya hoy alguna sumisa y bien programada ciber-zorrita haciendo de las suyas por Palacio…
Imaginemos el comentario:
—No come más que lo que yo le meto. Ni engorda. Ni se chiva. No hay que decirle: ¡Pod qué no te callas, Codina! Jo, jo, jo… ¡Oye, que dejó de moverse! ¿Habrá que cambiarle las pilas?
Texto: Miguel Aramburu.